jueves, 10 de noviembre de 2011





Antonia López estaba desesperada. Tenía 42 años y su carrera artística iba de mal en peor. Ya sólo actuaba en las fiestas patronales de pequeños poblachos perdidos. Su voz sonaba cascada, a causa del alcohol y las drogas, sus amigos no pasaban de perro-flautas en paro que aparecían cuando terminaba una gira y se desintegraban cuando no actuaba, dejando, eso sí, los perros y las flautas en su cutre-ático de la Alameda. ¡Qué cabrones!

Cuando aquella mañana recibió la invitación para actuar en las fiestas de La Restinga tuvo que pedirle al de la bodega de debajo de su casa que le buscara dónde coño estaba eso en el Google Maps de la caja registradora: El Hierro, Islas Canarias. ¡Coooojones! Tuvo que pedirle al mismo tipo que le buscara un billetito barato para ella y para el Paco, su guitarrista prejubilado, y un alojamiento. Aquél día, los borrachos de la bodega tardaron en ser atendidos.

-¡Quillo! ¿Qué pasa hoy, que estás cuadrando la caja?

-¡Ya va hombre!...- miró a Antonia con ira-Vámonos que nos vamos… a ver si te pones el ADSL.

-¿Lo qué?- Era imposible tratar a Antonia López en este siglo. Ella era más de la época de la Piquer.

Aquella mañana, arrastrando los trollies, la guitarra y al Paco por las pistas del aeropuerto de Sevilla mientras el personal de tierra de Ryan Air les arreaba, Antonia no podía más, “¿Por qué coño no me meteré a limpiadora?”: Ganaban más, trabajaban menos y no tenía porqué aguantar al Paco.

Paco, 65 años, pequeño, arrugado, insignificante, era no obstante un guitarrista de gran habilidad, dadas sus condiciones físicas. Sus ojos rasgados, bueno, pequeños y lineales determinaron su nombre artístico: Paco el Camboyano. Alguna vez fue cinturón negro de kárate, hace muchos, muchos años, en lo, según el recordaba, debía ser una galaxia muy, muy lejana: las Tresmil viviendas.

Desde el ferry, la isla del Hierro parecía más una isla de Forges, con sus dos náufragos y su palmera, que una isla-isla. El Paco tuvo gracia:

-Antonia, después de esto, sólo nos queda actuar en una cajero automático, ¡Qué carrerón llevamos!

Pero así eran las cosas. No más grande que un cajero automático era la habitación de la pensión Tía Estebana. Un hotel rural, rural porque estaba en medio de ningún sitio, claro. Entre las batas de cola, el utillaje, la guitarra y el Paco, Antonia sentía que le faltaba el aire. Bueno en realidad le faltaba el aire porque allí sólo había humo de canutos. El Paco era “mu apañao pa sus cosas”.

Cuando amanecieron, desnudos uno junto al otro, el silencio era sorprendente. Evidentemente no había pasado nada entre ellos, porque el Paco hubiese necesitado tener una farmacia de guardia en la puerta para poder poner en peligro la virginidad “renacida” de Antonia, que de forma casi milagrosa había vuelto a generar un himen después de muchos años de abstinencia involuntaria.

-¡Niña, que aquí se ha ido tol mundo! – subió el Paco con la voz entrecortada, y eso que era una primera planta.- No queda nadie en ningún sitio, ni en la casa de enfrente, las carreteras están desiertas y por no haber, no hay ni pájaros.

Hombre, eso era realmente un indicio estremecedor, “No hay pájaros”, pensó Antonia mirando con esa mirada de sospecha que tiene la gente que piensa algo, “En la patria de los canarios”.

- Vamos, Paco, aquí pasa algo.

Efectivamente, no quedaba un alma. Piedras, unos extraños árboles con forma de sombrilla de Heineken y ni un alma. Vistos desde el monte más cercano, podría decirse que sólo les faltaba el gordo de Perdidos.

- Esto no es normal, Paco. Cojamos el coche y vallamos a buscar a la gente.

- Los trajes, la guitarra y los abalorios… ¿los meto dentro?

- Claro, sea lo que sea, el espectáculo debe continuar.

Esa eran las frases de Antonia que tenían enamorado a Paco. ¡Cómo hablaba la jodía cuando quería!

Fue dirigiéndose los dos al Seat Panda de alquiler cuando un tremendo temblor de tierra y el sonido de una gran explosión, lejana, pero de la ostia de grande, llenó el aire de temor. Un silbido les avisó de que algo gordo se acercaba.

- ¡Paco….! ¿Eso qué coño es?

Una enorme bola de fuego se dirigía a toda velocidad hacia la representación del folclore nacional. Bueno y de La Humanidad en general, porque como ya hemos contado allí no había nadie más. Casi a cámara lenta, Paco saltó sobre Antonia, empujándola hacia el Seat Panda. La bola de fuego se acercaba dejando tras de sí una enorme estela de fuego y humo, el silbido se había convertido en un estridente chillido que rebotaba contra las paredes del Valle. Antonia miraba a Paco, temiendo que en el movimiento se le saliesen los fémures de las caderas, Paco miraba a Antonia intentando no equivocarse y que al caerse sobre el Panda se rompiera las muñecas. El Seat Panda no miraba a nadie, los coches no miran; sólo en las películas de Pixar.

El movimiento a cámara lenta se aceleró de pronto, Paco herró efectivamente el movimiento y empujó a Antonia contra unos cactus que quedaban a la izquierda del coche y los dos tuvieron una sesión intensiva de acupuntura. La bola de fuego, , así, a toda leche, se estrelló contra el Seat Panda mandando a tomar por culo medio Hostal. La explosión los envolvió en un gigantesco hongo de fuego, rocas, trajes de faralaes, guitarra, peinecillos, collares de cuentas de plástico rojo, juntas de culata y humo.

¿Era el fin de Antonia López y Paco el Camboyano? No, era mucho más inquietante, era el inicio de algo aterrador.

En el interior del fuego primigenio, en la sopa calórica formada por tantos elementos distintos, se formó una combinación diabólica. El ADN del Paco y el de la Antonia empezaron a combinarse con las juntas de culata del Seat Panda, los peinecillos de colores, los collares y los trajes de faralaes. Tras unos segundos de profunda mutación, el fuego, una vez hecho su trabajo creador desapareció de golpe, el humo empezó a despejarse dejando en su lugar un enorme cráter ennegrecido. Y en el centro de él una criatura imponente, una criatura nueva, una criatura hija del fuego y el arte.

Alta, espectacular, con unas curvas imposibles y dos tetas como dos carretas. La piel, formada por un polímero mezcla de poliéster y plástico de collares recubría de negro azabache una figura musculosa y maciza, maciza en el sentido que entiendo los tíos por maciza. Coronando ese cuerpo escultural: La cabeza, pelo corto, negro, recogido con una corona de peinecillos de un nuevo material mucho más duro que el titanio, fruto de la mutación volcánica; las uñas del Paco pero negras, enormes, y del mismo material que los pinecillos. Los pies, descalzos pero igualmente recubiertos por ese polímero protector y con un nuevo talón prominente, como un enrome tacón de Manolo Balanik.

La mirada, la de Antonia, dotada de un nuevo poder penetrador que sufría ahora las inclemencias de la sobre exposición a la luz. La criatura buscó entre los escombros que ella misma coronaba, recogió las gafas de sol del Paco, milagrosamente intactas aunque nuevas, más grandes, más poderosas. Se las puso… mirando la destrucción que la rodeaba, la criatura pensó en su futuro, su destino, su misión, y su nombre. Acababa de nacer un nuevo superhéroe: La Ninja de los Peines.


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